Un buen tío. Por Arcadi Espada (II)

«Ninguna Ley puede impedirme encontrar la verdad.» José Castro. Instructor del caso NOOS. 18/2/2012.

1. A muchos jueces y fiscales la Ley les molesta. La Ley a la que se refería Castro era ni más ni menos la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Estaba siendo alegada por un abogado defensor para que el instructor dejara de atosigar a un investigado que estaba declarando. El investigado no estaba diciendo lo que el Juez quería oir y por ello Castro seguía reconviniéndole. El Juez no quería dejar de apretar a pesar de que la Ley se lo impidiera. Lo sé bien, yo estaba allí.

2. La Ley les impone un proceso reglado e imparcial que muchas veces no confirma la idea que se habían hecho…y entonces no les gusta, claro.  He recordado este episodio al leer las intervenciones del Juez instructor del caso Camps que Espada reproduce en su libro…casi podía oír la voz de Castro diciendo exactamente lo mismo. Es una triste realidad de la instrucción en España: hay demasiados Magistrados instructores que se creen estar por encima de la Ley. En mi experiencia suele coincidir en casos en los que los instructores se acercan en exceso a fiscales, policías y periodistas; pierden entonces la imparcialidad y se convierten en esa “turbia sociedad” que denuncia Espada en Un buen tío. Si además le añades algo de poisonamiento político o mediático del juez, policía o fiscal, entonces el coktail es letal.

La frase de Castro expresa perfectamente el concepto de preverdad que describe Espada: el Juez ya sabía la verdad antes de investigar, de modo que para él el proceso judicial solo era un trámite dirigido a confirmarla. Esta aberración es bien conocida en el mundo jurídico y es un peligro habitual en los procesos penales, -está en la naturaleza del investigador trabajar en base a sospechas y ser inquisitivo- y, por ello, la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece un sistema de contrapesos entre fiscales, jueces instructores y jueces sentenciadores. El problema es que este sistema, establecido hace ya dos siglos, no pudo prever la perversión que sufriría a manos de la manipulación periodística. En la actualidad los contrapesos fallan y se producen los perniciosos efectos contra los que se luchaba ya en 1882, en la misma Ley de Enjuciamiento Criminal: (i) «se va fabricando inadvertidamente una verdad de artificio que más tarde se convierte en verdad legal, pero que es contraria a la realidad de los hechos y subleva la conciencia del procesado;» y (ii)  «cuando el investigado, llegado al plenario, quiere defenderse, no hace más que forcejear inútilmente, porque entra en el palenque ya vencido o por lo menos desarmado.” Estamos repitiendo curso…el curso de 1882!!!

3. La prensa ha hecho suyo este modelo de asegurarse la preverdad, con la diferencia de que nadie controla a la prensa y, por tanto, es mucho más nociva. Efectivamente, pues hay diferencias entre 1882 y 2018. Antes al menos la verdad legal importaba. Ahora la verdad legal ya ni siquiera importa. Ahora la verdad periodística ha desplazado a la verdad legal, como demasiado bien desmenuza Espada. Y no solo eso, también el proceso legal ha sido desplazado, hasta la sanción legal ha dejado de importar. Se ha desplazado, en fin, el ejercicio del ius puniendi que ha pasado de manos del Estado a los medios de «comunicación».

El libro de Espada es realmente lúcido, porque sin caer en los pesados conceptos doctrinales en las que voy a caer yo, resalta todas y cada una de las realidades del caso que demuestran que los valores esenciales del modelo penal español se han destruido. Pero el libro es algo más, no solo es esa intuición al reconocer, sin nombrar, las principales garantías procesales, es que las extrae con total naturalidad de los propios padecimientos de la moral y del justiciable que percibe al analizar el caso. Espada reconoce por sí mismo la naturaleza esencial de esos derechos fundamenteles. Es para mí el sello característico de este autor: más allá de su capacidad de análisis, Espada ve la realidad por encima de prejuicios y apriorismos y, además, no lo hace en abstracto como mero filósofo teórico, sino totalmente en contacto con el momento y con el contexto social. Tiene una visión franca y cruda de la realidad, única e imprescindible para construir sobre fundamentos sólidos.

4. El problema es que si se desprecia el proceso judicial de averiguar la verdad, se desprecia la verdad misma, pues ese proceso, perfeccionado durante siglos, es el único que garantiza encontrar la verdad y hacer Justicia. Aprovecho, por tanto, el trabajo de Espada para analizar un poco más de cerca esta descomposición del Estado Moderno que supone la preverdad. Hay que empezar reconociendo que todos sufrimos de preverdad. Todos construimos la realidad desde unas ideas preconcebidas, que nos son útiles para vivir y que hacemos lo posible para confirmar cada vez que podemos: todos creemos que nuestros hijos son los mejores y no dejamos escapar ocasión para remacharlo. Esta preverdad es necesaria pues es imposible cuestionarlo todo constantemente.

Pero tal defensa primaria se torna perversa cuando la trasladamos al campo de las relaciones sociales. Los prejuicios y apriorismos, las ideas preconcebidas que utilizamos para transitar como individuos y adaptarnos a nuestra realidad cotidiana (familia, trabajo, clase social y hábitat), son un impedimiento para entenderse con los demás, pues cada uno tiene los suyos, de modo que si no te desahaces de tus apriorismos, relacionarse con éxito con alguien o algo que tenga unos prejuicios distintos es imposible.

La administración de Justicia no deja de ser un categoría más de relación social. Por ello, y por su especial transcendencia, debe trabajar desprovista de cualquier prejuicio y apriorismo. Pero como que no es fácil, durante siglos se han ido introduciendo y perfeccionando garantías que eviten el fracaso seguro de una Justicia guiada por prejuicios. Una de las satisfacciones más grandes del estudio del Derecho es contemplar el edificante mapa de garantías que existen, producto de una trabajada y elaboradísima destilación de conceptos y situaciones durante siglos y totalmente ligados a la más esencial condición humana. Es una búsqueda constante de una humanidad fundamental en superación de los apriorismos de cada época y lugar.

La presunción de inocencia es, por ejemplo, una de estas garantías. No es un concepto abstracto ni una prebenda caprichosa. Es producto de la dramática constatación de que la naturaleza humana es propensa a señalar alegremente culpables. Ante la existencia de un delito, es más cómodo y se vive más tranquilo si se tiene a un culpable. La alternativa de incertidumbre es fatal. Y por ello, y aunque sea involuntarimente, enseguida que se señala a un sospechoso, la defensa primaria que supone el apriorismo se pone en marcha, de tal modo que la deriva natural de nuestra conducta es la de confirmar la culpabilidad del que ya se piensa que es culpable.

Pero la práctica de años demuestra que esta dinámica es totalmente perdedora: no hay nada peor que un inocente en la cárcel, ya que supone una triple derrota del sistema: (i) se ha cometido un delito, (ii) el culpable anda suelto pero nadie lo busca, y (iii) un inocente, que podría ser cualquiera de nosotros, está pagando por ello. Y no creamos que no hay inocentes en prisión. Los hay y muchos. Por ello, entre otras cosas, es necesaria la presunción de inocencia.

No hay espacio aquí para explicar la naturaleza y el sentido de cada una de estas garantías, pero sí es preciso señalar que existen y que son de importancia capital para la civilización occidental.

5. Pero a los medios de comunicación no les interesa ni la verdad, ni el proceso para alcanzarla. Cual perro que ha probado la sangre, han descubierto (i) que ellos pueden dictar su propia verdad, (ii) que tienen armas para conseguir que prevalezca por encima de la verdad judicial y (iii) que pueden derivar de ella las consecuencias sancionatorias que les interesa. Esto es lo que describe a la perfección Arcadi Espada en su libro Un buen tío Tras esta pequeña contextualización, -yo no soy como Espada, yo necesito apoyarme en conceptos previos, aunque haga la exposición más aburrida-, procede ya describir el desmoronamiento del Estado Moderno en el ejercicio del ius puniendi y el encumbramiento de la preverdad.

5.1.- Una de las características primordiales del Estado de Derecho Moderno (Estado democrático y con respeto a derechos fundamentales) es que el monopolio del poder sancionador es del Estado. Al Estado le compete en exclusiva (i) decidir qué conducta es delictiva y qué sanción corresponde a cada delito; (ii) igualmente el Estado es el único competente para juzgar si se ha cometido un delito y quién es el culpable; y (iii) es el único competente para fijar y ejecutar la sanción concreta que corresponda.

Pues bien, desde la irrupción de los medios de comunicación masivos y la vuelta al populismo, el Estado ha perdido ese monopolio. Ahora hay ya dos «instituciones» que ejercen el ius puniendi: los medios de comunicación y la Justicia. Y cada una lo ejerce en toda su extensión, como dos jurisdicciones separadas. Es más, la Justicia ya ni siquiera es independiente, sino que trabaja siempre mediatizada y, en demasiados casos, se convierte en simple accesorio de la justicia mediática.

Y digámoslo claro desde un principio: no hay justicia mediática, o es injusticia o es linchamiento. No hay más opciones. Porque lo relevante aquí es que el poder sancionador ejercido por la prensa no respeta ninguna de esas garantías que con tanto sudor y sangre habíamos ido construyendo durante siglos. Ahora la prensa decide qué es delito, pero sin la garantía de irretroactividad de las leyes penales; decide quién lo ha cometido, pero sin garantía procesal alguna ni derecho de defensa; ahora los medios deciden el castigo, pero sin aplicar límite alguno de equidad, proporcionalidad o suficiencia. Garantías todas ellas dirigidas a asegurar el éxito en el ejercicio del poder sancionador. Como bien desgrana Espada en Un buen tío, la justicia mediática prescinde de esas garantías y solo busca afianzar su poder a través del señalamiento del culpable. Hemos vuelto al medievo. Peor, estamos reviviendo el Terror revolucionario, y no hay solo un Robespierre, ¡hay muchos!

5.2.- Principio de penalidad legal e irretroactividad de las leyes penales desfavorables. Ahora lo que es ilegal lo marcan los medios: es agresión y no abuso, en el caso de La Manada; es sedición y no rebelión, en el «procés»; es soborno y no cohecho impropio en el caso Camps. Las calificaciones de la prensa pasan por encima de las propias decisiones judiciales. Pero eso no es lo peor. Lo peor pasa cuando a esta deriva de los medios se le une el más que despreciable revisionismo populista. Es cuando la prensa tilda de delito comportamientos pasados sacados de contexto: cuando aplica tipos penales con efectos retroactivos. Hay muchos ejemplos de ello en el MeToo estadounidense. El revisionismo de género es sin duda el más activo.

5.3.- Derecho a un proceso con todas las garantías. Lo más sangrante de la estrategia de la preverdad es el trayecto que se recorre para conseguirla. El proceso que va desde que el poder editorial elige qué preverdad interesa, hasta que consigue que esa preverdad triunfe. (Hoy en día todo va de procesos). Es en este camino donde se entierran todos los valores fundamentales del humanismo penal que tanto nos ha costado construir. El caso de Camps es paradigmático y Espada los recoge todos:

  • La presunción de inocencia ha desaparecido y ahora rige la presunción de culpabilidad. Como bien explica Espada, El País constituye como preverdad las meras conjeturas policiales y, a partir de ahí, exige a Camps que se justifique. Que pruebe su inocencia. Se convierte al investigado en presunto culpable. Espada dice que «solo en las dictaduras el acusado debe probar su inocencia». ¿Y no estamos en una dictadura? La dictadura de la sinrazón y el populismo.
  • Se desprecian las reglas más fundamentales de valoración de la prueba: en el caso Camps se habla de pruebas cuando ni siquiera llegan a indicios, se aportan sesgadamente, se ocultan conversaciones y pruebas exculpatorias, se prescinde de su origen (fuentes anónimas) y de su propia fiabilidad. No se contrasta si son verdaderas o falsas: si confirman la preverdad son verdaderas sin más. Y sobre todo, se descontextualiza todo. En rigor, la valoración de la prueba debe realizarse siempre en conjunto y de manera proporcionada. La prensa trabaja al revés, suministra las pruebas y su valoración a cuentagotas y magnificando siempre el más mínimo movimiento acusatorio, para asentar así la preverdad.
  • El principio de contradicción en el proceso mediático es inexistente. Esto es, la posibilidad de que Camps contestara a las acusaciones que El País iba lanzando sistemáticamente contra él. El de contradicción es un principio esencial para la defensa, supone poder dar tu propia explicación defensiva sobre todos los hechos que se van poniendo sobre la mesa. Los juicios mediáticos desprecian siempre esta posibilidad y solo permiten su propia valoración de los hechos; valoración que nunca es de descargo sino que siempre es acusatoria, dirigida a confirmar la preverdad. Con una sensibilidad infinita, Espada advierte de que en tres años, el único alegato defensivo de Camps que llega al periódico es su recurso contra la imputación, y se escandaliza de que ni eso se le permita, pues El País, en lugar de limitarse a «dar cuenta de las apreciaciones de la defensa», se dedica a descuartizarlas hasta convertir el recurso en un nuevo escrito de acusación.
  • Tampoco se respeta la igualdad de armas. El proceso penal judicial impone que defensa y acusación cuenten con los mismos medios para defender sus posturas y convencer a su audiencia…qué risa tía Felisa!!!
  • Del derecho de defensa ya ni hablamos. Eso de que uno pueda aportar sus propias pruebas y hacer constar sus propias valoraciones y opiniones no existe en el proceso mediático. No se permite nada de descargo. Recuerdo haber estudiado como esta fue una de las medidas más importantes tomadas por Robespierre cuando accedió al Comité de Salvación Pública (curioso cómo se repiten los nombres en los «procesos» revolucionarios): una justicia rápida, sin necesidad de contradicción ni defensa. Si el fiscal, imparcial per se, considera que tiene pruebas suficientes, no es necesario retrasar con alegatos defensivos. Ni que decir tiene que Robespierre era él mismo fiscal. Acabó en la guillotina como miles de franceses durante su «reinado» conocido en la historia de Francia como la época del Gran Terror….
  • Se suprimen las reglas de la inferencia lógica por las de «opinión disfrazada de hecho»: las conclusiones de culpabilidad no descansan ya en hechos ni son las que permiten, mediante un razonamiento lógico, atribuir el hecho al imputado. No, ahora lo que se lleva son las opiniones…las del períodico naturalmente.
  • Ni se respetan los demás principios: in dubio pro reo, non bis in idem, tutela judicial, acceso a recursos, etc…ninguna de las garantías mínimas para la defensa del acusado y para el éxito del proceso penal de búsqueda de la verdad. Recordemos que son garantías que se adjudican al procesado, -como al fiscal las garantías acusatorias-, pero es solo el juego conjunto de todas ellas las que permite alcanzar la verdad.
  • Si tuviera que añadir algo de mi propia cosecha a lo que dice Espada, o matizarle algo, es que esta desviación en la administración de Justicia (administración de la verdad dice Espada muy acertadamente) nace de la propia perversión del sistema judicial que se ha producido en los últimos años y, especialmente, en materia de juicios de corrupción. Por desgracia, la figura del presunto culpable existe ya hace muchos años en el Juzgados españoles. Las técnicas dirigidas a esquivar las garantías de defensa las inventaron primero los fiscales anticorrupción y los Jueces estrella. Y la perversión es profunda, no solo es que traten al imputado como presunto culpable, es peor, es que la mayoría de veces ni siquiera consta un delito, pues muchas veces no está siquiera acreditada su comisión, de modo que la propia existencia del delito es dudosa. Es esta la única quiebra del sistema que creo que Espada no advierte. ¿Se imagina alguien una investigación de asesinato sin cadáver? ¿Sin estar seguro de si hay víctima o no? Pues esto pasa hoy por hoy en los casos de corrupción, y es lo que sucedió en el caso Camps: se tiene al culpable y lo que se sospecha es que hay delito. Se ha dado la vuelta al proceso. Antes, ante la constatación de un delito, se buscaba al culpable. Ahora es al revés, y el proceso se convierte en una búsqueda frenética de pruebas de la existencia misma del delito…¡el autor ya se sabe quién es!. Esta regresión es aún mayor de la que hemos visto hasta ahora: es la vuelta al derecho penal de autor.

5.4.- Derecho a un trato digno y no vejatorio. La búsqueda de la verdad, cuando se hace a través del proceso judicial, no solo debe respetar las garantías técnicas antes señaladas, sino que debe ajustarse a otro patrón también esencial: debe afectar lo menos posible a los derechos del investigado, respetando al máximo su libertad, dignidad, honor y propia imagen, que solo deben verse limitadas en cuanto sea estrictamente necesario para la obtención de esa verdad. En el caso Camps, Espada nos relata la execrable actuación del periódico atacando sin piedad la dignidad y honorabilidad de Camps, -y también de todo aquel que se opusiera a la preverdad, como el Magistrado De la Rúa, o el propio jurado popular-. Camps es sometido a escarnio, insultos, vejaciones de todo tipo: se aprovecha cualquier ocasión para denigrarle: viñetas, artículos de opinión, editoriales, fotografías. Todo publicado en exceso y con excesos. De nuevo comprobamos esta marcada distancia entre el proceso judicial y el proceso mediático: el primero se esmera en respetar al máximo los derechos fundamentales del encausado, el segundo prescinde de ellos y los lamina sistemáticamente con una doble finalidad: seguir marginando y estigmatizando al imputado para apuntalar más la preverdad y adelantar el castigo que se merece.

Aunque no se lo crean, una de las protecciones que la Ley de Enjuiciamiento Criminal otorga al honor y a la dignidad del investigado es que impone que las actuaciones del sumario deben ser secretas para todo el mundo que no sea parte. Sí, la Ley obliga a que toda la instrucción sea secreta para el público y que, solo si se llega a juicio, su resultado se haga público….no es broma, lo dice el artículo 301 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal…quién lo diría.

5.5.- La sanción, por último, la impone también el períodico. El caso Camps vuelve a ser paradigmático: el Código Penal sanciona con una mera multa económica el cohecho impropio que se le imputa a Camps, ni siquiera lleva inhabilitación. Esta sería la máxima sanción judicial posible en el caso Camps. Si la comparamos, la sanción mediática es absolutamente desproporcionada: acoso durante tres años, desprestigio social absoluto, inhabilitación radical para ejercer la política, hostigamiento personal y familiar…la pena de telediario, banquillo o como quiera llamársele puede ser durísima. En este caso lo fue. ¿Quién la impuso? La prensa. 

6.- Unas breves conclusiones después de todo este rollo: 

  1. En materia penal no hay dos verdades, ni existen dos maneras distintas de alcanzar la verdad, la periodística y la judicial. En un Estado de Derecho solo hay una verdad, la judicial, y solo hay un proceso que garantiza descubrirla con el debido respeto a los derechos de los demás, el judicial.
  2. Los medios de comunicación, El País en el caso Camps, ni creen ni les interesa este sistema de administración de la verdad. 
  3. La verdad que administran los medios no es tal, pues no utilizan métodos fiables de investigación. Es más, en muchas ocasiones someten la verdad a su propio interés editorial y construyen su preverdad, trabajando para que se convierta en verdad.
  4. Por su implantación, fuerza y relevancia, los medios de comunicación llegan a suplantar la respuesta penal de la sociedad. Los medios juzgan los hechos, califican el delito, juzgan al culpable y ejecutan la sanción. Son una administración de Justicia paralela.
  5. Los medios de comunicación no están solos en este juego, tienen cómplices en Jueces, fiscales, abogados, policías y periodistas, que tampoco creen en la Justicia y consiguen sus intereses a través del atajo mediático.
  6. Se puede decir que, en materia de administración de Justicia penal, el Estado español es un Estado fallido: la (in)Justicia la administra un cuarto poder, la prensa, no democrático y sin sujeción a control alguno.

 

 

3 Respuestas a “Un buen tío. Por Arcadi Espada (II)”

  1. Anónimo12/11/2018 en 6:19 pmRespuesta

    Una vez leído el artículo me parece el complemento directo y necesario para que todos puedan entender que es y en qué cosiste la preverías y el acoso a un buen tío y mejor político dechado de honradez. Gracias por tener el valor y el honor de dar luz al tema.

  2. Andres Ballester Costa12/11/2018 en 6:21 pmRespuesta

    Mi nombre a continuación.

  3. Fernando F.15/11/2018 en 10:13 amRespuesta

    Gracias por compartir su experiencia. Muy valiente.

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